Después de "Canaima como protagonista de
la selva", Diógenes publica "La
Ciudad de Piedra", su segundo libro, que también
denomina en uno de los diálogos \"La Ciudad Megalítica y
que hubiera podido llamar "La Guaricha" como la novela de ambiente bucólico de Julián Padrón.
"La Guaricha", de Julián Padrón es la mestiza en flor que
asedian y raptan llaneros y hacendados hasta encariñarse como lo hacen con la misma tierra. "La Guaricha"
de Troncone no tiene idea de dónde es, si es de la etnia Aruca mezclada con
Caribe, mestiza con blanco o cuarterona.
Solamente se conjuga en tiempo presente y se declara ciudadana del mundo
con un espacio vital: la Ciudad de Piedra o la Ciudad Megalítica, por estar
montada sobre una pirámide ingente con
ambiente pétreo donde, por consiguiente,
se camina sobre piedras, se vive recostado a las 'hiedras aunque sin
ingesta de piedras porque sus habitantes están hechos de piedra
La Guaricha lleva sostenidamente el hilo de la
narración o :conversación, parecida a veces a
un soliloquio que le sirve al autor
para liberar las sensaciones de gozo o de su eterno padecimiento por la
ciudad que terminó de sacarlo del vientre de la madre.
Nadie ha disfrutado y padecido
más esta ciudad con paisaje alucinante, personajes, supersticiones, mitos, torturas y pasiones que Diógenes Troncone, un maestro de escuela
que se hizo grande en la universidad, en el aula de algarada intensa y en la
ciencia pedagógica, que se aprende en
vericuetos, calles y, algunas veces anchas y
otras estrechas. Siempre él cargó a cuestas con la ciudad no obstante la
dureza de la piedra eternizada en la memoria de la historia y en una geología en evidencia cada mañana y cada tarde
cuando el Sol muere por enésima vez en la llanura de su mesa o en el horizonte
occidental de su crepúsculo.
La ciudad nació un día en que
todo se volvió espuma después del
desbordamiento sobre la misma piedra, exactamente cuando sus fundadores
pretendieron ver los colores del prisma en cada burbuja de la álgida
efervescencia; desde entonces son los colores
del atardecer que el pintor busca ansioso en su paleta y que Soto sólo
pudo hallar en el rielar angustioso de las aguas y la intermitencia del
moriche.
Desde entonces la ciudad no ha dejado de crecer y
padecer, tanto como el autor que la llevaba a
cuestas en busca de un destino que ahora una grácil guaricha pesquisa
deslumbrada sobre la misma piedra erizada de
puentes, saltos y toboganes, de zanjones y casas que parecen fortalezas, casas
con azoteas moriscas y grandes
ventanales, descomunales puertas con bocallaves y mascarones con
aldabas, candelabros y cortinas de celosías.
Casas que van bordeando y moldeando las ondulaciones y sinuosidades de
la roca o que parecen sembradas o, más bien, cinceladas por la mano artesanal
de un telúrico alarife con sueños de grandeza.
Esta Guaricha que va descubriendo la ciudad al ritmo ancestral de una aruca y que inquisitiva y
sigilosamente van siguiendo
pescadores, indígenas, ancianos y rezanderas, nadie sabe de dónde vino ni cómo llegó a las riberas del
río, si de Casanare o Maturín donde existe un parque con su nombre o si
de Mérida o la Isla de Coche donde la
tradición festiva se gasta a coro de
guarichas. Lo único cierto es que conduce el relato al tiempo que va descubriendo los héroes, leyendas y
emblemas de la ciudad de piedra hasta
que la sepulta el río en el punto donde nunca más se detuvo el sortilegio de la totuma y la vela que también,
como a ella, se la tragó el chapichapi que excita a los curiareros. Sin embargo
los ribereños suelen verla en ciertas brumosas mañanas o por la tarde cuando
sopla el barinés, la ven bajo atmósfera de encantamiento que emerge como móvil estatua vaporosas sobre las ondas
fluviales con la impecable ligereza de una gacela o de una nereida que sigue
los tentáculos de la mítica culebra de siete cabezas.
Américo
Fernández
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