jueves, 13 de diciembre de 2012

HEXAGRAMAS DEL VERTIGO / Néstor Rojas

            “Hexagramas del Vértigo” es el título del poemario de Néstor Rojas, premio de poesía 1994 de la Bienal del Ateneo Casa de la Cultura “Simón Rodríguez” de El Tigre, editado por el Fondo Editorial Miguel Otero Silba, bajo los auspicios del Conac.
            Son treinta y nueve poemas o el doble si sumamos a cada poema de seis versos lo que parece, al lado de cada uno, en letra cursiva, otro poema individual.  Puede el lector fácilmente separarlos sin que se altere su coherencia poética,, tampoco el ritmo ni la unidad temática.  Todo el poemario gira sobre el erotismo dentro de los contornos de un deseo carnal de vértigos o locuras, dónde sólo son testigos el cielo, el trueno y la montaña.
            El poeta se experimenta en un mundo anteriormente poblado, donde de repente sólo queda él y ella, una morena tropicalmente ardorosa (se fueron todos /no hay nada /  casas quedaron vacías / ni una flor en la mesa/ Solos quedamos / sólo tú y yo en esta tierra).
            Un cielo cargado de nubes acecha a la pareja cubierta por el viento y el resplandor de la luna.  Luego el cielo baja por las nubes hacia la montaña mientras las hojas se retiran siguiendo el rastro del hombre  y los animales en ausencia.  Entretanto, ellos son carbón encendido y confundido, atizado por la espera larga hasta el límite del desespero.  El velo  que la cubre ha quedado incinerado bajo el fulgor estallante, mientras el bauprés como una espiga se estremece.
            El fuego de la posesión quema la hierba y la incandescencia  supera los bordes del empíreo.  Ella piensa  en la muerte  y él la cabalga como un avestruz que al final promete hundir la cabeza hasta que pase el peligro.
            A esta altura el poeta se encuentra entre montañas  anegadas, en un desfiladero,  dispuesto como Leónidas a morir en las Termópilas o devorado por una endémica flor carnívora tepuyana.  Los truenos fluyen y parecen avivar más la llama del fuego bajo la piel. Ella  gira y vuelve a girar hasta que muerde el vacío del desmayo interminable.   El cielo en duro enfrentamiento se sobrepone al agua que desciende como “luz de ángel caído”.  Todo se ha trastornado, ahora es la tierra que se estremece con ruidos de volcanes y no hay otro refugio que la carne quemante y el cielo de la lengua que lo traga.
            La lluvia ha cesado y las aguas se han estancado sobre la montaña.  Sin embargo, no hay reposo.  Hay viento, hay  marea alta que impulsa la navegación hacia el vacío, hacia el centro del universo y es el miedo y es la súplica (No te alejes de mí, no te vayas, sostenme, no me dejes luna entre hierbas  ilumina el oscuro, mi corazón herido.)
            Y en el centro la tierra arde y el silencio es materia desnuda sobre la cual trota su corazón de caballo.  El trueno vuelve a  ensayar su poder  mientras el deseo lo empuja y el cuerpo se quiebra bajo una tarde salpicada desde lo más alto sin que para nada valga su condición de topo asumida en sueño profundo.  Ya el trueno ha descendido más debajo de la montaña y las fauces dejan escapar su gemido apagado  por el agua sobre el agua, pero inevitable la ansia constrictora que lo impulsa a volar.  Y vuela “con la tierra en los ojos” aprehendido por el deseo de tocar a la luna, pero ella está  inexorablemente como “mariposa traviesa”  aferrada al deseo (hay que aferrarse al deseo y no morir /sostenerse en el aire / florar como si fuera globo).
            Y ello es posible, gracias a su habilidad de auriga del espacio sin embargo, el vértigo  es peremne en el sexagrama del canto que al final lo transforma en zopilote de picada que va despojando la noche: (vuelo, vuelo, tengo que ver la luz dentro de ti) y vuelve a vivir su cuerpo bajo rayos y tormentas (no mires los relámpagos/ deja que los cielos naufraguen / deja que la noche murmure). (AF)

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