Ciertamente, los
héroes son esos que la poeta recoge como verdad en su imaginación creadora. Los
héroes son bronce y ceniza del propio bronce modelado o ceniza de las victimas
quemadas por el rayo incesante de la guerra.
Los
héroes son eso, bronce y ceniza, estatuas inermes e inertes frentes a los
espantapájaros que son superhéroes del camino, los que cuidan las siembras y
hablan con la voz de los poetas, testigos del tiempo y del espacio, profetas,
fantasmas, en fin, cruz aguardando al hijo de Dios dentro de un círculo,
principio y fin de todas las cosas. Por eso siempre será así, la misma hambre
cabalgando sobre la necesidad, la muerte y la grandeza. Por eso siempre habrá
tantas batallas como héroes y cada año o tal vez menos, un hombre tipo como ese
que exalta con cirios y coros de catedrales
la angustiada poeta. Un hombre tipo que como Piar será crucificado en la
cruz del espantapájaros para que los niños y las palomas o los colibríes le
teman; pero será siempre inútil porque el espantapájaros, ya lo hemos dicho,
sumido en el alma del poeta, tendrá espacio y tiempo para ofrecer su
testimonio, recordar el “regreso del principio” y que “todo final es una
conjugación” .
Y es que esos espantapájaros,
testigos de la siembra y la destrucción, pueden hablar a través de su médium
que son los poetas y decir la verdad que oculta el pasado de la infamia, porque
la verdad, aunque la sepulte la gloria de los héroes, constantemente germinará y de algún modo servirá para el hombre o las
guacamayas que como Piar llevan un arco iris en la guerrera. Entonces no era
necesario que se lo impusieran en la
Plaza bajo el ruido de las balas porque ya al parirlo la
mujer había pedido a cambio siete medallas con cinta tricolor.
Mimina
Rodríguez Lezama que es poeta nacida
en la tierra del granero de la guerra
emancipadora, sabe por la memoria
atávica y telúrica, de aquel hombre que conoció el espantapájaros y que vio
pasar por su vereda cargado de tristeza
hacia designios aun no comprometidos. Sabe también del día que cayó y se
hizo leyenda, del día en que sobre el bermellón de su corazón trizado anidaron
los pájaros sin temor a los
espantapájaros y las balandras surtas y casi agónicas en el puerto. De allí su narración con propiedad del drama
de esta plaza y de estas calles de su pueblo, llenas de casas solariegas en ruinas que lloran con
lágrimas de paraparos y música de Quena la muerte de aquel hombre que llevaba
en su guerrera un arco iris de amor.
Prólogo de Américo Fernández
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